domingo, 12 de abril de 2009

OJO POR OJO Y DIENTE POR DIENTE KAQUIABAMBA 29 de Agosto del 2002

Muy activa estuvo la señora Leonarda Herrera, andahuaylina de gran corazón y envidiable dinamismo, coordinando con diversos médicos especialistas para conseguir su apoyo en una campaña gratuita de salud para dos humildes pueblos de su región en Apurímac y. El jueves 22 de Agosto partí rumbo hacia Andahuaylas, no para alguna venganza como el título pudiera sugerir sino acompañando a dos oftalmólogos y tres odontólogos con sus ayudantes y sus familias, dispuestos a revisar ojo por ojo y diente por diente para mejorar la visión y la dentadura a pobladores que muy difícilmente pueden acceder a atención especializada y que cuentan a lo sumo con una pequeña y desabastecida posta médica atendida por un joven y recién graduado doctor que está cumpliendo, sin apoyo, con su período obligatorio de servicio a la comunidad.

El pequeño avión Antonov bimotor turbo hélice, cuyo vuelo programado para las 6:30 a.m. hora Cabana, despegó con cinco horas de retraso y aterrizó apenas setenta minutos después en el aeropuerto de Andahuaylas a 3.800 m. sobre el nivel del mar, en una fría y poco poblada planicie de uno de los enormes cerros que circundan la ciudad. Francisco, el chofer de un destartalado microbús que cubre la ruta desde Andahuaylas hasta su natal pueblito de Kaquiabamba, nos esperaba con paciencia, acostumbrado a los retrasos. Los odontólogos llevaban consigo su instrumental portátil, incluyendo generador y compresora. Los oftalmólogos llegaron provistos de su equipo de medición de vista é instrumental quirúrgico y yo los acompañaba con dos maletas de monturas para anteojos y cristales, dispuesto a lograr que las recetas de los médicos se convirtieran en realidad. En campañas anteriores sin participación de un óptico, las recetas se quedaron esperando la remota posibilidad de que los humildes pacientes pudieran acudir a una óptica viajando al Cuzco, Arequipa ó a Lima para ordenar sus lentes. Algunos médicos y colaboradores miraban escépticos la cantidad de anteojos que yo llevaba para entregar a precios irrisorios y pensaban sin decírmelo que regresaría a Lima con casi toda mi carga, dado que la mayoría de los pacientes serían analfabetos quechuahablantes sin recursos buscando curaciones gratuitas de conjuntivitis, orzuelos, cirugía de carnosidades y obstrucciones de conductos lagrimales. ¿Para qué querrían anteojos si no saben leer? pensaban.

Después de almorzar en Andahuaylas, nos esperaban tres horas de viaje en el microbús con el techo repleto de colchones de espuma cubiertos con plástico para protegerlos del polvo ó alguna ocasional lluvia fuera de temporada,. Atravesamos cordilleras empinadas, rodando sobre una estrecha carretera, serpenteando laderas con profundísimos abismos. Oscurecía cuando bordeamos la hermosa laguna de Pacucha con sus patos silvestres y criaderos de truchas, iluminada por una grande y radiante luna llena. Subimos hasta llegar a Sóndor, una ciudadela que parece una miniatura de Machu Pichu y desde cuyas alturas, los Chankas, rivales de los Incas, dominaban todas las entradas hacia la laguna y a la ciudad de Andahuaylas. Continuamos subiendo por un camino aún mas estrecho y empinado. Alfredo Otero, oftalmólogo y yo viajábamos junto al chofer en el asiento delantero del microbús totalmente ñato, sin trompa, pues el motor se ubica bajo los asientos, y cuando éste tomaba las cerradas curvas pegado al precipicio nos daba la impresión de habernos lanzado al vacío en ala delta ó parapente. En una curva antes de alcanzar la cima, en una subida de gran pendiente, encontramos un riachuelo que al cruzar el camino, la había deteriorado, obligando a Francisco, el chofer, a disminuir la velocidad restándole el impulso suficiente para llegar a la cima. La falta de oxígeno disminuyó la potencia del motor del recargado microbús y se apagó. De inmediato Francisco gritó: ¡¡ CUÑA !! y su ayudante bajó de un salto y de inmediato colocó una piedra tras las ruedas posteriores. Francisco quiso encender el motor y el arrancador no funcionó. Había que lograr el arranque enganchando el cambio en retroceso y dejándolo rodar hacia atrás, a oscuras en un camino estrecho junto a un precipicio insondable; luego soltar el embrague y que prenda con la viada, ¡ Yo me bajo ¡ dijo la Dra. Quiroz. Tras ella y su hija bajamos todos y caminamos los pocos metros que faltaban hasta la cima. Francisco hizo la maniobra de arranque de retroceso mientras su ayudante le señalaba el camino con una linternita de mano y ya sin nuestro peso logró tomar la viada suficiente para trepar hasta la cima donde nos volvimos a subir. Era mejor tener soroche que arriesgarse a caer a oscuras en un interminable precipicio. El resto del camino fue una sinuosa bajada hasta el pueblo de Kaquiabamba. Francisco, imperturbable, sin una mueca de frío ó de cansancio, guiaba su viejo microbús con destreza y sin correr demasiado.

Eran casi las nueve de la noche y no había un alma en la calle. Francisco tocó varias veces el claxon mientras bajaba en zigzag hasta la entrada del pueblo y se detuvo en la plaza frente a la iglesia. Nos recibió el ayudante de la parroquia -porque el cura solo llega los domingos- y un funcionario edil para guiarnos hasta nuestro alojamiento, nada menos y nada más que el salón municipal en donde arrimaron las sillas y extendieron sobre el piso de madera los 18 colchones y 36 frazadas de lana que tríamos en el techo del microbus. El baño de mujeres era un silo en el corral trasero de la casa parroquial, cubierto por una especie de biombo hecho con tela de costalillo y al lado, una llave de agua sin lavatorio. Los hombres nos arreglamos como pudimos hasta el día siguiente en que abrieron el colegio donde instalaron los consultorios. Allí había varios compartimientos con silos y un lavatorio.

Nuestra habitación común estaba muy fría a pesar de tener todas las ventanas cerradas y el calor corporal de 19 personas. Nos recostamos totalmente vestidos y con zapatos, cubiertos por las dos frazadas que fueron insuficientes, como también fueron insuficientes las varias copas de aguardiente de caña mezclado con gaseosa, pues dormimos solo por momentos, tiritando y con dolor de cabeza por la falta de oxígeno. Al amanecer el sol entraba directo por la ventana calentando la habitación y recién pude dormir una hora seguida antes de empezar el trabajo. Cuando salimos del salón, pálidos y somnolientos, pudimos observar una enorme cola de pacientes en la puerta del colegio esperando atención médica. Tomamos desayuno rápidamente é iniciamos la atención.

Existe poca gente joven en Kaquiabamba. La mayoría son niños en edad escolar, adultos mayores y ancianos. Los jóvenes se van a ciudades más grandes en busca de oportunidades de trabajo y solo algunos vuelven en sus vacaciones. La primera paciente era una señora muy mayor que no recordaba su año de nacimiento, completamente présbita pues había dejado de coser y bordar por falta de visión de cerca desde hace mucho tiempo. En quechua le dijo a Hedí Laura el intérprete, que ella veía bien de lejos y tenía la esperanza que el doctor le recete una medicina para ver de cerca. El Dr. Otero me miró escéptico y me dijo: “Ella quiere gotas para ver bien, ojalá puedas convencerla que eso no existe y que necesita anteojos”. Llamé al intérprete y le expliqué pacientemente que las gotas sirven para curar la legaña pero no mejoran la visión. La convencí de probar los lentes recetados y le dí aguja é hilo. Su asombro fue total. No solo podía coser nuevamente, también podía ver claramente una pequeña herida en su mano y curarla sin ayuda. Le pedí que vaya a su casa a limpiar su arroz, su cereal y sus menestras y regrese a contarme como le fue. Al regresar se puso a conversar en quechua con toda la cola de pacientes y se convirtió en nuestra promotora. Ahora los asombrados éramos nosotros. Todos los adultos mayores querían lentes; para bordar, coser, pintar, atornillar, cortar, medir y uno de ellos, para trabajar en su computadora. Era el concesionario de la compañía de teléfonos del pueblo y sus equipos funcionaban con celdas solares.

Una joven madre con su bebito a la espalda llegó con los párpados irritadísimos de tanto frotarlos. No sabía por qué lagrimeaba demasiado. El doctor observó que los conductos lagrimales de drenaje, que comunican el ojo con la nariz y la garganta estaban completamente obstruidos por una malformación. Necesitaba una trépano punción para abrir nuevamente el conducto. En quechua le preguntó a Eddy si la curación la obligaba a vendarse los ojos como a las operadas de chalacios, pues no tenía quien se encargue de su bebe. El médico le garantizó que no pero que la anestesia no llegaría hasta el hueso y que le dolería. Al terminar la operación de ambos conductos, la joven sacó un pedacito de papel higiénico y el doctor le detuvo rápidamente la mano y le dijo: ¡ No te vayas a limpiar con papel ó infectarás el ojo !! ¡¡ solo aplícate estas gotas cada tres horas !! La joven continuó desenrollando su papelito y extrajo una moneda de dos soles para pagarle. Ante la negativa del médico para recibirle el dinero, regresó una hora después con una pequeña bolsa de plástico con tres huevos de gallina.

Llegó la hora de almuerzo y la cola era inmensa igual que la de los dentistas. Leo García, uno de los odontólogos se encargaba de las extracciones y sus dos colegas Edgar y Patricia, esposos, efectuaban las curaciones. Leo había anestesiado a varios pacientes para extraerles alguna muela y dijo: ¡¡¡ Acérquense los anestesiados en fila para sacarles la muela antes de ir a almorzar !!. Al terminar se lavó las manos y enrumbó con nosotros al comedor pero un paciente lo seguía. ¡¡¡Espérame 20 minutos que almuerzo rapidito y regreso a curarte!!! . Pero… manan, seguía detrás hablando en quechua. El médico llamó al intérprete y le dijo: Dile que espere a que almuerce. Doctor, dice que lo disculpe. Estaba distraído cuando usted llamó a los anestesiados y que si no le saca ahora la muela después le va a doler. Leo tuvo que desinfectar su tenaza y sentándolo en una piedra en la puerta del comedor le extrajo la muela. El hombrecito agradeció varias veces y se retiró sonriente. Entre risas y comentando los sucesos, almorzamos una nutritiva sopa de papa con pallares, una fuente de mote y un digestivo mate de hierbas serranas.

Similares experiencias se repitieron en el distrito de San Jerónimo, donde ya dormimos mas cómodos y abrigados en una casa de retiros de la parroquia. Las monjas de clausura del vecino convento de las Carmelitas enteradas de nuestra presencia solicitaron la atención médica y óptica. Ahora muchas de las monjitas tienen lentes nuevos. En agradecimiento se encargaron de nuestra alimentación durante nuestra estadía en San Jerónimo y puedo jurar que si rezan por nosotros tan bien como cocinan, tenemos el cielo asegurado.

Al regresar a Lima tras cinco días de ardua labor y cientos de pacientes atendidos, los sonrientes éramos nosotros, con mas ánimo para afrontar nuestra capitalina realidad: tráfico, ruido, contaminación, humedad, impuestos y letras por pagar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario